Una desamortización es un proceso
legal que permite al Estado poner a la venta bienes que pertenecen a terceros.
Éstos pueden ser la Iglesia, la aristocracia y otros colectivos, incluidos los
municipios. En esta base se fundamenta el fenómeno histórico conocido como
Desamortización Española, que se inició en tiempos de Carlos III, si bien su
protagonista más conocido es el ministro Juan Álvarez de Mendizábal, durante la
regencia de María Cristina Borbón. Mendizábal es el más conocido hasta ahora,
pero hubo otros. En realidad casi todos los gobiernos españoles desde finales
del siglo XVIII y durante el XIX ejecutaron en mayor o menor medida algún tipo
de desamortización de bienes con el objetivo de modernizar la economía nacional
o, más bien, para recaudar fondos.
Conseguir dinero era la clave, pero
para el imaginario colectivo ha quedado la idea de que las desamortizaciones se
dirigieron sobre todo contra la Iglesia, primero bajo la doctrina ilustrada y
más tarde siguiendo el ideario del liberalismo triunfante. Esta idealización es
bastante errónea. Las pequeñas y limitadas desamortizaciones de Carlos III y
Carlos IV se ejecutaron sobre bienes de la Compañía de Jesús, contaron con la
aprobación del papa romano y su objetivo era más bien librar a la Iglesia de
cargas que no deseaba. En cuanto a las realizadas por los liberales, durante el
Trienio de Fernando VII, fueron insignificantes.
Las grandes desamortizaciones que
han pasado a la Historia con el apellido del ministro de turno fueron las de
Mendizábal, en 1836, y la de Madoz, en 1855. Ambas son a menudo mal
interpretadas como un éxito liberal en su afán de acabar con los privilegios y
riquezas de la Iglesia Católica. Lo cierto es que las dos desamortizaciones se
convirtieron en negocios excelentes para unos cuantos aristócratas y burgueses
que consiguieron, a precio de saldo, la propiedad legal de todo tipo de bienes.
La izquierda española, casi siempre desorientada, marca en su casillero como
tantos propios estas dos desamortizaciones, que considera hitos en la historia
de la revolución española. Sin embargo, un análisis más detallado del proceso
liberal de desamortización pone de manifiesto una realidad mucho menos
amable.
Las desamortizaciones de Mendizábal
y Madoz tenían un objetivo primordial que no era, por supuesto, acabar con la
Iglesia, sino imponer una forma única de propiedad: la propiedad privada. Frente
a ésta, el Antiguo Régimen conoció una notable variedad de formas de propiedad
que incluían muchos comunes. Por ejemplo, tierras, bosques y pastos que la
comunidad explotaba para beneficio de todos, si bien no estaba claro quién era
el dueño de las tierras. Ni falta que hacía: este sistema, que se había
mantenido durante siglos, permitía cultivar alimentos y obtener combustible y
materiales de construcción a un enorme número de personas que vivían en las
áreas rurales y que no necesitaban ser propietarios de ninguna tierra, sino tan
sólo disfrutar del usufructo.
Los liberales que, no lo olvidemos,
eran burgueses de pura cepa, se obstinaron en «racionalizar» el sistema de
propiedad haciendo que cada milímetro cuadrado de tierra, cada edificio, cada
objeto y hasta cada persona tuvieran un dueño definido, cuya firma, y la del
notario como representante del Estado, quedara estampada en un papel con sello
oficial.
Si de repente se confiscan bienes
comunes y se ponen en el mercado de subastas, ¿quién puede comprarlos? No el
pueblo, desde luego, que a duras penas consigue sobrevivir y no dispone de
ahorros, liquidez ni crédito. Lo que se confisque acabará, por supuesto, en
manos de los ricos. Así, el primer resultado de las desamortizaciones fue que
una gran cantidad de tierras y edificios terminaron en poder de la vieja
aristocracia y la mismísima Iglesia, que ahora podían mostrar los títulos de
propiedad de esas tierras que habían controlado desde siempre. Además surgió una
nueva oligarquía de origen burgués que se hizo con enormes patrimonios
expropiados a las comunidades.
Las consecuencias de aquellas
desamortizaciones no tuvieron nada de bueno ni de progresista, ni tampoco
contribuyeron a modernizar el país. Por el contrario, se volvieron un manantial
inagotable de conflictos a corto y largo plazo. Entre los efectos a lamentar de
aquellas desamortizaciones fulleras cabe destacar:
-El empobrecimiento de grupos
enormes de población rural que, de repente, no podían cultivar las tierras ni
aprovechar los pastos, montes y fuentes de los que habían vivido sus familias
durante siglos.
-Como resultado de lo anterior, una
sucesión de guerras civiles, bandolerismo y violencia protagonizados por esos
campesinos pobres despojados de todo. Cuestión de la cual, por cierto, derivan a
su vez otros problemas, como el separatismo vasco sin ir más lejos, hijo directo
del carlismo.
-El despoblamiento del campo y la
masificación de las ciudades, donde se forma un proletariado que vive y vivirá
en condiciones miserables. Esto, a su vez, produce una desestructuración del
territorio, conformado por núcleos urbanos muy concentrados (y a veces
inhabitables), frente a un agro cada vez más desierto.
-Destrucción y saqueo del
patrimonio cultural. Es en esta época cuando cientos o miles de monumentos
desamortizados quedan abandonados y en ruinas, previa venta de sus obras de arte
de mayor mérito, a menudo a coleccionistas extranjeros. La pérdida en este
sentido es incalculable, aunque sin duda muy superior a todo el saqueo que
pudieran haber hecho, por ejemplo, las tropas de Napoleón durante la invasión de
1808.
-Degradación medioambiental del
territorio, en particular por la tala descontrolada de bosques para ganar
tierras de cultivo y, también, combatir el bandolerismo y las guerrillas.
Todos estos efectos son visibles
aún hoy, al cabo de más de un siglo. No sólo eso, sino que la situación no ha
dejado de empeorar en todos esos aspectos. Y ello porque el otro gran resultado
de las desamortizaciones fue el surgimiento (o más bien reforzamiento) de una
clase dirigente rapaz, avariciosa y extraordinariamente inculta que desde
entonces ha demostrado una y otra vez su falta absoluta de proyecto nacional y
su incapacidad para gobernar. Esta clase dirigente no tiene parangón en Europa
occidental y está formada por los restos de la aristocracia medieval, la Iglesia
trabucaire, un ejército ineficaz pero con vocación salvapatrias y una burguesía
gárrula. De esta mezcla aún podemos disfrutar hoy, y si a veces tenemos la
sensación de que España es un desastre sin paliativos, al menos se sabe quién
tiene la culpa.
Ahora bien, la situación
desmoralizante y angustiosa que vivimos en estos días, el «tiempo de los
recortes y la austeridad», no es sino otro episodio de la Desamortización
Española. Con otro nombre, pero fruto de ese mismo pasado oscuro de España. Para
que no quepa duda, esta nueva fase desamortizadora la encabeza hoy un
incompetente que nada tiene que envidiar a los de ayer.
Cabe destacar que la dictadura
franquista supuso una parada relativa en el proceso de desamortización, como en
todo lo demás, pero superado este paréntesis, los sucesivos gobiernos de la
monarquía parlamentaria retomaron el asalto a los comunes con un entusiasmo que
no ha parado de crecer hasta la orgía actual. Los antecedentes del robo a mano
armada (literalmente) del que somos víctimas han recibido nombres diversos en
los últimos años. Para no extendernos demasiado, ni perdernos en el laberinto,
recordemos el desmantelamiento industrial preconizado por el presidente
socialdemócrata González Márquez y apellidado con el engañoso nombre de
«reconversión», que caracterizó los años ochenta del siglo XX y que, en aras de
la idolatría europeísta, representó el fin de la industria española. Esta fase
desamortizadora culminó con la llamada «cultura del pelotazo», en virtud de la
cual se hicieron grandes fortunas a costa de la venta, disolución, enajenación,
etc. de numerosas empresas públicas, sobre todo las más rentables. Fue el inicio
de la moderna desamortización, pero aún faltaba mucho camino por recorrer.
El gobierno ultraconservador de
Aznar López remachó el triste final del siglo XX con el poco esperanzador
comienzo del siglo XXI. Aznar, un hombre que se deja llevar y con una sola idea
en la cabeza, se limitó a continuar lo que su predecesor había empezado.
Aprovechando un periodo de prosperidad económica por completo irreal, se sumó a
la corriente neocon (o ultraliberal) y no sólo zanjó el proceso de privatización
de las empresas públicas (que, recordemos, son bienes comunes), sino que empezó
a aplicar, al principio con timidez, medidas privatizadoras parciales en los
servicios públicos. Un poco «por ver qué pasaba» y para poder decir,
pavoneándose a gusto, que «España iba bien».
Una vez abierta la caja de los
truenos y viendo que nadie protestaba, los políticos, a sueldo de la clase
dominante que entorpece a España desde siempre, siguieron haciendo más de lo
mismo hasta llegar al momento presente. Ahora, bajo la excusa de una crisis
fantasmagórica y sin mostrar vergüenza alguna, Rajoy y los suyos, la vieja
oligarquía de siempre, mezcla de católicos rancios, fascistas y advenedizos con
dinero, han decidido hacer caja, de nuevo, con los bienes de todos.
La pérdida de la vergüenza es el
rasgo más característico de esta clase dominante tan rapaz. Tanto, que en la
actualidad ya ni se molesta en guardar las formas. Razones tienen, a fin de
cuentas: el pueblo español se tragó con mucha facilidad el bulo de la clase
media y su prosperidad de papel basada en una hipoteca eterna. Las cosas no han
resultado ser como todos pensaban y ahora, con gran parte de la población
atrapada en una deuda impagable, los ricos han decidido ser más ricos todavía a
costa de quedarse, como hicieron en el siglo XIX, con propiedades que son de
todos.
No cabe duda de que lo que el
gobierno de Rajoy Brey está llevando a cabo con tanto empeño es una
desamortización a gran escala, pero no de tierras y monasterios, sino de bienes
y servicios públicos que pertenecen a la nación, es decir, al pueblo. No al
gobierno, por lo que de entrada deberíamos preguntarnos si el ejecutivo, por muy
elegido que sea, tiene derecho a vender cosas que no son suyas. Con derecho o
sin él, las liquidan y las venden, y el resultado es que usted y yo, el público,
perdemos derechos y servicios que nos pertenecían y que será muy difícil
recuperar. Las consecuencias pueden ser muy parecidas a las del siglo XIX, con
la inestabilidad inherente a cualquier proceso político insensato o incluso
criminal que consiste, como este, en condenar a la miseria y la inseguridad a la
mayor parte de la población.
La Desamortización de Rajoy, este
saqueo de lo público para mayor gloria de unos cuantos privados, traerá
consecuencias, entre las cuales cabe prever:
-Una gran inestabilidad social
fruto de la miseria generalizada. En este sentido apuntan las reformas laborales
del gobierno del Partido Popular, que nos hacen retroceder siglos y que
arrastran ya a millones de personas a la precariedad.
-La indefensión ciudadana a la que
da lugar una reforma de la justicia que nos lleva a los tiempos en que el
condenado tenía que pagar de su bolsillo la cuerda con que le ahorcaban. El
sentimiento de injusticia puede ser, además, uno de los mayores impulsores del
miedo. Y éste, a su vez, potenciar la inestabilidad.
-Un empobrecimiento general del
país, fruto de la aniquilación del sistema educativo. Es lógico que teniendo
España la clase dominante más inculta de Europa los dirigentes consideren que
educar a la población no es importante. Sin embargo, en esto, como en tantas
otras cosas, están equivocados. El conocimiento y la cultura son valor. Y no
sólo intangibles (que ya sería lo bastante importante), sino económicos: un
pueblo de zoquetes está condenado a la miseria.
-Un futuro incierto, lleno de miedo
y zozobra, con una población atenazada por el temor a sufrir enfermedades que no
podrá curar porque no tendrá dinero para pagar el tratamiento. Cabe pensar que
esta posibilidad llena de regocijo a empresarios y gobernantes, que se ahorrarán
pagar pensiones. Sin embargo, no hace falta ser muy listo (pero sí un poco más
listo que un oligarca español) para entender que una población enferma no es lo
mejor para sacar adelante un país.
-Una gran conflictividad. Al menos
esto sería deseable: que el pueblo español se movilizara de una vez. Sin
embargo, las cosas, por ahora, no apuntan en este sentido. Sólo han protestado
con cierto vigor, hasta el momento, los jóvenes que forman parte del Movimiento
15-M y diversos funcionarios públicos. Pero éstos sólo cuando el gobierno ha
osado tocar sus sueldos, y siempre por sectores. Aunque la movilización actual
es esperanzadora, lo cierto es que no es general ni está organizada. Cada
colectivo se mueve por su cuenta, no hay una visión de conjunto, no hay demandas
de tipo estructural, sino más bien salariales, y además la clase obrera, en este
zafarrancho, brilla por su ausencia. Sin duda alguien ha hecho bien su
trabajo…
Y de fondo, una enorme
desmoralización que ha prendido en el ánimo de la ciudadanía: «Protestar no
sirve para nada», «Esto va a peor», «Que me quede como estoy»… Los mensajes de
miedo se repiten constantemente en unos medios de comunicación que están al
servicio de la clase dominante. Y por si acaso, se refuerza a la policía y se
deja claro que su única finalidad real es hacer efectivo el sometimiento de la
población a palos, y a tiros si es necesario. El estado de ánimo baja, y esto es
bueno para los ladrones, pues un pueblo desmoralizado es menos combativo. Quizá
la Desamortización de Rajoy sea más bien la Desmoralización de Rajoy. Mariano
Rajoy Brey, presidente por agotamiento y un hombre que, por encima de todo, es
muy aburrido.
En España las desamortizaciones no
han traído más que problemas que, a menudo, han durado décadas, cuando no
siglos. No será diferente la Desamortización de Rajoy que, hablando con
propiedad, ni siquiera es «de Rajoy». Como Mendizábal y Madoz, Rajoy sólo es un
hombre de paja, el pelele que cumple las órdenes de sus superiores. Pero será su
nombre, como gestor de este desastre, el que perdure para la historia de la
infamia.